Sueñan los arquitectos con ciudades eléctricas…

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Blade Runner (1982) es una de las películas más utilizadas para hablar de Arquitectura. Su mayor virtud como propuesta postmoderna es la de presentar una ciudad degradada, evolucionada a partir de la ciudad actual de Los Ángeles hasta convertirse en una urbe devorada por su propio crecimiento, con la acción invasiva de instalaciones, carteles publicitarios y autoconstrucción.

Este retrofuturismo se basa en las propuestas pictóricas y cinematográficas de los años 10-30 del siglo XX, pero revisadas por la contemporaneidad. Pretende fundir la visión de las ciudades verticales de cristal ideadas por Le Corbusier o Sant’Elia con el miedo al progreso, desarrollado principalmente en los años 70 con la conciencia del consumismo y la contaminación. La ciudad retrofuturista juega con nuestros sueños de rascacielos, pasarelas y vehículos voladores, pero propone una situación de degradación irreversible en donde las desigualdades sociales se manifiestan en la forma urbana.

En Blade Runner, el creador de los replicantes, Eldon Tyrell, se nos presenta como un demiurgo que contempla la ciudad corrupta desde su imponente zigurat moderno. Una concepción similar a la de la película Metrópolis (1927), donde el arquitecto Fredersen domina la ciudad desde la Nueva Torre de Babel. La maciza arquitectura del zigurat evoca la de una montaña sagrada, inaccesible para el resto de la gente, donde Tyrell ha construido su paraíso artificial. El aspecto de Tyrell es en extremo escrupuloso, en contraposición con el resto de personajes de la película, y recuerda al de Le Corbusier, muy relacionado con las utopías arquitectónicas.

La arquitectura muestra una separación máxima entre aquellos que viven sumergidos en la ciudad que se autofagocita, de espacios vitales represivos, y los que forman parte de la élite: los constructores de replicantes. En realidad, nadie se compara a Tyrell, y su más inmediato colaborador, J. F. Sebastian, habita un remedo de atalaya, el edificio Bradbury, que resulta una parodia del Olimpo de Tyrell, tanto en escala como en la completitud de sus habitantes, humanos o artificiales.

Blade Runner 2049 (2017) tenía que corresponder a este universo arquitectónico con cierta continuidad, y se ha arriesgado a proponer una expansión de la urbe. Es de hecho el suburbio inacabable que conocemos desde el aire la explicación a este mundo extendido. Y es sin embargo la parte que resulta menos sorprendente porque se parece demasiado a algo que ya conocemos, 30 años antes, en la realidad. Y porque es en la escala claustrofóbica donde mejor se define Blade Runner. Es más real el espacio cerrado del coche volador que lo que vemos a través de sus ventanillas. Lo de fuera, no es que sea real. Es que es verdad, y estamos acostumbrados a ignorarlo.

Tres ámbitos arquitectónicos en la nueva película del director Denis Villeneuve resultan especialmente ricos por las reflexiones que pueden evocar, por sí o en relación a otros. El primero es la playa de hormigón en la que se desarrolla la pelea final, base de un muro titánico que protege la ciudad de la fuerza del mar. La ciudad puede disolverse hacia el desierto, pero su límite marítimo tiene la escala de la fuerza irresistible que debe combatir. El mar nocturno que vemos en la película adquiere un carácter bíblico en su negritud y carencia de horizonte, comparable al presentado en la película Gattaca (1997), en la que también se presenta como escenario y como enemigo. La playa es la frágil posición desde la que contemplamos el infinito amenazante.

El segundo espacio es la vivienda del nuevo blade runner, el agente K. Nada que ver con la abigarrada vivienda de Rick Deckard, tan llena de recuerdos. La asepsia de la fría casa de K nos habla de quien se sabe artificial y no acumula por tanto vínculos con su mundo o su historia. Los recuerdos, las posesiones, no hablan de la relación del hombre con su pasado, sino de la que quiere establecer con su futuro. Ha perdido quizá el director la oportunidad de crear un apartamento más sugerente. El propuesto por Luc Besson en El quinto elemento (1997) no deja de ser una caricatura, pero podría aportar algunas claves para singularizar una máquina de habitar más allá de un proyector holográfico.

Y terminamos la selección con el edificio-zigurat de Tyrell, comprado por el nuevo creador de replicantes, Niander Wallace. Allí donde Tyrell era un visionario que contemplaba la ciudad, Wallace es un ciego que huye de ella, transformando la fortaleza en una cueva enterrada. Los ojos, la mirada y la visión son importantes elementos simbólicos en ambas películas. Dado que al final de la primera Blade Runner vemos cómo Tyrell pierde sus ojos, casi podríamos interpretar que estamos ante una nueva encarnación del mismo personaje. La fortaleza del 2019 se alimenta de la más moderna estética minimalista, conduciéndonos a cámaras en las que la piedra, el agua y la luz realizan juegos que recuerdan arquitecturas contemporáneas como las de Peter Zumthor. Lástima que su dueño no pueda verlos. Al final, como sugiere el principio de la película, la vida se recreará a partir de un gusano ciego y pálido que habita en las entrañas de la tierra.

Razón: Con motivo del estreno en España de la película Blade Runner 2049, el profesor Santiago Bellido apunta algunas ideas sobre la interpretación de su arquitectura.
Temática: Blade Runner (1982) se convirtió en un referente de la arquitectura distópica retrofuturista. La nueva Blade Runner 2049 ofrece algunas curiosas propuestas sobre cómo nos definiremos en las construcciones que serán.
Profesor: Santiago Bellido Blanco. Prof. Dpto. Enseñanzas Técnicas de la Universidad Europea Miguel de Cervantes.
Especialización: Representación arquitectónica.

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