Isla Paraíso: La abubilla errante

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En una preciosa playa de arenas doradas perteneciente a un exquisito pueblo sus habitantes pasaban las tardes, disfrutones, después de sus tareas de la mañana. Su vida era sencilla cargada de emociones y de recuerdos de los buenos momentos vividos. La Naturaleza les proporcionaba un espacio donde poder habitar, utilizando apenas los recursos locales, cocos, muchos cocos, dátiles, caña, pequeños roedores, semillas y una rica pesca con la que se encontraban sanos y felices. La tribu, así les gustaba considerarse, tenía un concepto de familia en dos niveles, el más cercano, correspondiente a cada choza y uno más amplio que todos compartían y que se mantenía estable desde que su memoria les permitía recordar.

Una noche, mientras celebraban una fiesta en la playa, cantando junto a las hogueras, un grito de auxilio les conmovió. La voz de una niña, que se había alejado a la oscuridad para jugar con el reflejo de unas conchas, les alertaba de que un ser extraño yacía en la playa semiahogado, aunque aún vivo. La tribu paró su fiesta, recogieron al hombre y lo llevaron delicadamente a la casa del chamán.

Al día siguiente, el hombre había recobrado la consciencia y el agua de coco lo había hidratado. Según pasaron los días, las conversaciones por gestos entre dos mundos empezaron a fluir. El hombre, parecía ser un sabio de una gran tribu y recibió un nuevo nombre, Kurúkampé, que en el idioma local significaba “Hombre sabio de las islas del norte” y todos se alegraron de tener un nuevo miembro entre ellos. Entre todos, en breve, le construyeron una choza para que tuviera cobijo y le agasajaron con tantos regalos que al poco ya parecía uno más entre ellos salvo por su piel blanca, por sus barbas, por su altura, por su idioma, por su carácter y por sus ideas. Para ellos, por tanto, era simplemente uno más.

Acabada la época de fuertes lluvias, una noche en una fiesta en la playa junto a las hogueras, Kurúkampé descubrió que había pasado justo un sol de su estancia allí. No sólo había seguido el conteo de las lunas, sino que la propia fiesta, esta vez, se estaba realizando en su honor. Una representación teatral le explicó cómo fue su llegada y todos rieron gastándole bromas.

A la mañana siguiente Kurúkampé se despertó con el compromiso de corresponderles de modo que trazó un plan para mejorar la vida de todos. Sabía que él allí también tenía algo que aportar. En las agradables tardes de playa, mientras los demás correteaban o reían, contándose historias, se encerraba en su choza y construía objetos que nadie entendía y que originaban mucha expectación. Empezó por realizar un árbol comprimido que causó mucha “risión” y del que se sintió muy orgulloso e hizo que todos lo llamaran libro, pues al ser un objeto nuevo tenía derecho nombrarlo, aunque como se puso bruto, no lo consiguió. Con plumas de aves, cáscaras de semillas, tinta de calamar y todo tipo de brebajes de colores construyó también un escritorio. Taló varios árboles para construir una mesa con su silla, a lo que se sucedieron unas estanterías para guardar sus árboles comprimidos que iban aumentando de número y tamaño por lo que tuvo que añadir una caseta adosada más grande aún que su propia choza que acabó convirtiéndose en su taller de objetos; todo esto supuso una auténtica expectación en la tribu.

Esos seres sencillos querían saber cada día con qué nueva herramienta, objeto o invención les iba a sorprender. Tal era la expectativa que desataban sus inventos que le relegaron de hacer sus tareas por la mañana, al fin y al cabo, no parecía ya estar muy interesado en aprender y usaba parte de su tiempo matutino en investigar y recopilar materiales para sus tardes de trabajo.

Con las estaciones, su capacidad de usar el idioma de la tribu mejoró y pudo trasladar sus conocimientos a algunos habitantes de la población. Los más jóvenes se sentían entusiasmados con ese aprendizaje e incluso llegaron a usar su taller para poder construir modernas lanzas, redes, vasijas y demás enseres con los que ahorrar tiempo en su trabajo de la mañana. Esto les permitía ser más eficientes que los que seguían usando los pocos y simples útiles tradicionales.

Un día el grupo de los jóvenes que usaban los sabiobjetos se plantaron ante el chamán, que era la máxima y única autoridad sanitaria de la zona, solicitándole que su trabajo de la mañana dejara de hacerse un tiempo antes, pues la cantidad de pesca y cocos, muchos cocos, que cada uno era capaz de proporcionar llegaba a ser el doble que los conseguidos por un miembro tradicional de la tribu. Demostraron su eficiencia gracias a los árboles comprimidos en los que habían realizado extraños dibujos repetitivos a los que llamaron contabilidad. Argumentaron que, de seguir así, acabarían agotados y enfermos dado que sus tardes ya no las podían dedicar a descansar en la playa como sus amigos, sino que debían dedicarlas a construir y reparar sus complicados objetos que solían exigir siempre algún tipo de mejora tras causarles algún tipo de problema.

Tal era la complejidad de algunos de esos objetos que hasta el chamán se vio comprometido a permitirles ese tiempo libre al verificar que, efectivamente, habían perdido color, sus manos se encontraban llenas de ampollas y sus lesiones aparecían en mucha mayor cantidad que en resto de los miembros de la tribu.

El chamán, no obstante, se vio fascinado por los árboles comprimidos y su capacidad de mantener la memoria mediante registros y solicitó audiencia a Kurúkampé para que le enseñara a utilizar árboles comprimidos y así hacer un seguimiento de los enfermos. Aprender esta tarea le llevaría mucho tiempo, pero pasadas muchas lunas y algunos soles se convirtió en un ferviente admirador de las matemáticas, la administración y las estadísticas.

La pequeña tribu, aunque seguía manteniendo las mismas cabañas, había aumentado de población. La esperanza de vida de sus habitantes se había desatado según revelaban las estadísticas y al disminuir la mortalidad de sus habitantes tuvieron que talar muchos más árboles para hacer nuevas casas para nuevas familias pues carecían de sitio. Las chozas antiguas eran directamente demolidas tras haber comprobado que no era conveniente implementar instalaciones anejas para talleres, sino que era preferible alejarse un poco más de la playa para realizar grandes talleres bien estructurados desde el principio.

Los trayectos para acceder a los energéticos cocos, bastantes cocos, se hacían cada vez más tediosos y la cantidad que debían comer por persona, para no sentirse agotados era cada vez mayor. Los senderos tuvieron que ser desbrozados y ensanchados para permitir la doble circulación de acceso y salida pues, cercano al gran poblado había siempre mucha actividad.

Los habitantes eran cada vez más eficientes gracias a la velocidad con la que construían y registraban las nuevas prácticas aprendidas en sus árboles comprimidos incluso una parte de la población se especializó en la enseñanza de todo tipo de profesiones tales como la construcción, la contabilidad, y la manufactura del coco, pocos cocos, cada vez más escasos y valiosos.

La acumulación de objetos a los que ellos llamaban cargamento, se había convertido en una afición desmedida. Cada nueva incorporación que mejorase la eficacia de los objetos precedentes era envidiada por sus vecinos de modo que dedicaban sus tardes a construirlos o intercambiarlos para poder hacerse con más y más cargamentos. Los viejos y destartalados cargamentos se empezaron a encontrar dispersos en los entornos del poblado o en rincones abandonados y finalmente se llenaron de pestes dado que nadie debía acceder a ellos salvo sus últimos dueños que en ocasiones intentaban recuperar alguna de sus piezas.

Pasado un tiempo, varias generaciones tal vez, en la isla ya no se hablaba el idioma nativo, apenas algún vocablo se había transmitido oralmente, más todo eran palabras nuevas redactadas en un compendio de saberes absolutos en su biblioteca de árboles comprimidos. Sus contenidos tan exquisitos como incomprensibles, tan finamente matizados como alejados de sus necesidades de felicidad. Cuando decidieron sustituir sus viejos vehículos de gasoil por los nuevos y eficientes coches eléctricos todos se pusieron manos a la obra en sus tardes muy atentos con los ojos muy abiertos y, esas sus caras, ya siempre pálidas. Apenas nadie ya comía cocos, escasos cocos, pues al parecer subían mucho el colesterol y temían, mientras fumaban algunos ya en esos finos cigarros eléctricos, que su esperanza de vida se viera disminuida y que los gastos fijos para mantener su cargamento y su salud no fueran cubiertos del todo por su plan de pensiones ni aun sumando su hipoteca inversa.

Bibliografía recomendada: Armas, gérmenes y acero. Jared Diamond (2016).

Razón: El profesor Alberto Pérez Sanz participa bimensualmente en Vuélcate con su sección La abubilla errante. En esta sección opinará sobre diferentes temáticas de actualidad.
Temática: Cuento que caricaturiza el desarrollo de una sociedad basada en la propiedad privada y en el miedo. Medioambiente, desarrollo y valores.
Profesor: Alberto Pérez Sanz. Prof. Dpto. de Enseñanzas técnicas de la UEMC.
Especialización: Innovación alimentaria, viticultura y medioambiente.

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