Biodiversidad en un capítulo

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En el capítulo 5 de un libro de genética que leía hace tiempo se hacía referencia a la capacidad que tiene la vida de protegerse contra las terribles consecuencias de un entorno desfavorable. Bajo esa perspectiva, exponía que todos los genomas estaban siendo protegidos por una armadura de material orgánico diseñada por la evolución para sobrevivir al medio circundante. La evolución había permitido pues la adaptación al medio y, por ende, la diversificación de las especies en función de los diferentes entornos y los retos asociados. Los propios seres vivos modificando el medio y el medio volviendo a influir en los seres, y todo en un imparable baile.

En la mayoría de las ocasiones, el medio se hacía aún más complejo y hostil por la presencia de los vecinos seres vivos con capacidad de depredar, hospedar, infectar, disputar, etc. La evolución y la adaptación de las especies se hacía por tanto conjuntamente y la aparición del concepto ecosistema cobraba más y más sentido.

Y ya nivel global todos los seres vivos compitiendo y al tiempo ocupando el medio geológico, transformando la atmósfera, modificando las radiaciones entrantes, influyendo en la humedad del entorno, en las características del suelo, en la cantidad de polvo arrastrado por el viento, en la cantidad de nutrientes libres en las aguas, en la superficie de hielo en los casquetes polares, en la temperatura día y noche a ambos lados del planeta…

La Tierra madre, la diosa griega Gaia, le pone nombre a la Hipótesis enunciada por James Lovelock en 1969 en la que explica como el planeta tierra se autorregula como un ser vivo. Esta propuesta generó una gran polémica al aparecer detractores que argumentaban la imposibilidad de llamar ser vivo al planeta por carecer de genes planetarios, no reproducirse o no poderlo encuadrar en la línea evolutiva de otros seres, etc. No obstante plantear la existencia de Gaia como un ser, como un organismo capaz de resolver sus propios problemas con su ecosistema y consigo mismo tiene muchas ventajas; nos permite analizar cómo se protege de las cambiantes radiaciones solares mediante su capa de ozono; o cómo impide la variación rápida de su temperatura aún con la cambiante actividad solar jugando con el avance y retroceso de las glaciaciones y el efecto albedo (reflejo de la luz recibida); o cómo modifica la cantidad de CO2 atmosférico variándola por solubilidad en los océanos; o tantas otras capacidades de acomodación surgidas a lo largo de millones de años.

La presencia del ser humano en el ecosistema tierra es muy reciente. En términos relativos a la vida no llevamos aquí más que el equivalente al último segundo de un año. Los restantes 364 días, 23 horas, 59 minutos y 59 segundos, el planeta se las ha apañado sin nosotros. Que se sepa su biodiversidad se ha repuesto de 5 grandes extinciones por distintas causas y los seres que se han ido acomodando a cada una de esas tan diferentes condiciones han sido aquellos que han podido desarrollarse pues tenían condiciones preestablecidas para ganar en competencia en la carrera por la vida (al parecer la quinta extinción benefició a los pequeños mamíferos respecto a los grandes saurios). Desde hace 3.500 millones de años (salvo para los creacionistas) todos los seres vivos somos descendientes de nuestros ancestros, todos pues estamos en la línea de meta del momento presente igual de vivos y todos pues en paralelo, llegando al tiempo a la misma línea de meta.

La pregunta es si el gen, ese gen egoísta propuesto por Richard Dawkins, distingue más a algunos de sus trajes protectores. Si esas diferentes corazas a la que llamamos biodiversidad y a la que ponemos nombres científicos escritos en cursiva (en nuestro caso Homo sapiens) tiene preferencia por unos o por otros o, simplemente, viaja en el tiempo como pollo sin cabeza. La filosofía y la religión han intentado explicarlo y/o conmovernos, pero nada nos asegura que hombres, mujeres y viceversa no seamos simplemente una coraza más que se ha desarrollado como resultado de unas claras y firmes reglas del juego que actualmente llevan a alguna coraza a priorizar la inteligencia, la protección del grupo, la formación de la sociedad y la protección de los más débiles –aquí, en mi caso, he de advertir como decía Eduard Punset que pasados los 30 ya estoy disfrutando una segunda vida regalada “gracias a la ciencia” pues por mi edad un Homo sapiens normal ya no debería estar estadísticamente vivo.

En el año 10000 a.C. se estima que vivía una población humana de un millón de personas, en el año 1 la cifra ascendía a 200, ya en el año mil llegó a ser de 310 y en 1900 alcanzó la cifra pasmosa de 1.000, actualmente en 2019 se supone que somos 7.300 y se prevé que en 2050 se seamos 9.000. Bajo los ciertos criterios de la ética profunda no deberíamos plantearnos la situación de disminuir la cantidad de humanos habitantes del planeta. Entonces, ¿cómo hacer para que todos podamos tener una vida digna, para no modificar tanto los ecosistemas (naturales o agrosistemas) que al final no puedan tener la capacidad de permitir sobrevivir a las especies más sensibles, a las más delicadas?

Se estima que cada día extinguimos 150 especies, por definición las más escasas, en ocasiones las más débiles, las más extrañas e, incluso, las más bellas. La pérdida de ecosistemas que funcionan como un conjunto van vinculados a sus especies. Esto seguramente no debilitará especialmente a Gaia que podrá sobrevivir a esta nueva extinción antrópica, pero irá dejando un mundo más feo, menos bello, más uniforme, más rudo.

La finura de un ave que en aquella isla perdida se decidió a sobrevivir por sus colores, por sus cantos o por sus bailes de coqueteo, pero que no sobrevivió por su capacidad de comer restos contaminados, por su agresividad o por su capacidad de asumir enfermedades aviares será eliminada de un ecosistema duro y sin barreras. Esa ave desaparecerá del mundo de los humanos y el planeta será, como dice la encíclica Laudato, si cada vez menos bello. Y con esa carencia de belleza natural, con la imposibilidad de admiración de la creación de la Naturaleza, en un mundo más hostil, más duro, más difícil, con eventos climáticos más impredecibles, con más estornudos y toses de Gaia, tendremos que lidiar los próximos miles de años.

Ahora hoy mismo (2019-12-10) seguramente de esto o algo así se esté hablando en la Cumbre del clima de Madrid. Recuerdo en el 92 la cumbre de Rio de Janeiro y lamento descubrir que, a diferencia de lo que se contaba de ella, las noticias de hoy nos llegan filtradas por un periodismo que prioriza en su escaleta las sonoras manifestaciones en las afueras del recinto, el circo freaky hecho con una doliente niña o la incoherencia de no sé qué actor que lanza soflamas.

Mi propuesta es, por unos días, dejar de leer esos papeles con alcance de diario y parar a reflexionar un poco más acerca de nuestra propia naturaleza, de esa nuestra armadura humana, esa con la que protegemos al gen de la vida. Tal vez concluya de nuevo lo tan ya descubierto por místicos, religiosos o perdidas civilizaciones y llegue de nuevo a considerar que he de potenciar mi capacidad para la admiración por la vida. Tal vez entonces. En ese caso, habrá merecido la pena recordar lo que hace años leía en ese capítulo 5.

Citas:

Razón: El profesor Alberto Pérez Sanz participa bimensualmente en Vuélcate con su sección La abubilla errante. En esta sección opinará sobre diferentes temáticas de actualidad.
Temática: Biodiversidad, ecosistema y supervivencia.
Profesor: Alberto Pérez Sanz. Prof. Dpto. de Enseñanzas técnicas de la UEMC.
Especialización: Innovación alimentaria, viticultura y medioambiente.

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